FOTO EN EL ZOO DE MADRID



El me gustaba porque era de lejos, porque estudiaba fuera (psicología), porque era muy intelectual y yo no entendía ni papa de lo que me contaba. La primera vez que escuché las palabras "gurú" y "maremagnum" vinieron de su boca. Yo me hice que las conocía, pero luego corrí a informarme para no seguir siendo tonta. Me gustaba porque era pelirrojo y melenudo, su cabellera siempre aseada y brillante reflejaba el sol en sus mechones. Me gustaba porque tenía una voz varonil.
Así que me lo llevé al zoo, aunque quise hacerle creer que él me llevaba a mí. Me lo llevé a ver si entre tanto animalario le daba por besarme. Yo tenía 20 años y aún no había probado un beso, así que ya era hora. No me insinué, pues como no sabía besar me daba cierto pudor dejarme hacer sin saber. No sé si la intención de él era la misma, lo cierto es que unas ardillas se daban piquitos y él me hizo observarlas. Yo estaba en Madrid de paso, esperando que la embajada de La Unión Soviética me diera el visado para viajar hasta allí a operarme de mis secuelas de la Poliomielitis. El vivía en mi barrio con sus padres, pero ahora estudiaba en Madrid y yo le amaba platónicamente desde lejos. Antes de ir al zoo él había ido a buscarme a casa de los parientes donde yo estaba alojada. En aquellos tiempos no había tantos hoteles ni mucho dinero para alojarte en ellos, así que como también había unas reglas de la hospitalidad que no estaban escritas en ninguna parte yo les pedí a los únicos parientes que tenía en Madrid que si podía quedarme en su casa hasta que me concedieran el visado. Me extrañó la forma en que me dijeron que sí, bastante huidiza, como diciendo que no, pero yo hice oídos sordos y seguí adelante con la propuesta. Yo tenía una idea romántica de estos parientes que veraneaban en Tazones y eran muy besucones cuando te saludaban. Para mí esas manifestaciones físicas eran una expresión de sentimientos sinceros y puros y por eso ellos me parecían especiales, ya que mis familiares no tenían la costumbre de saludarme con ese alarde de cariño. 
El día que llegué a su casa subimos las maletas en un ascensor de esos antiguos, que vas viendo las paredes de los pisos que vas recorriendo. Abrieron la puerta de la casa y en la entrada nos esperaba el general Franco estampado en un portarretratos de plata, sobre un mueble recibidor. La foto era enorme, al menos así la recuerdo. Yo exclamé en un tono muy irónico ¡Viva Franco! y mi pariente que tenía nombre de profeta (Isaías) puso un dedo en sus labios para silenciar mi sarcasmo, ¡porque lo dije con mucho retintín!. Me di cuenta, entonces, de que aquel pobre profeta estaba asustado ante el matriarcado con el que convivía y pude presenciar varios episodios de maltrato psicológico que aquellas mujeres infringían sobre él. La verdad es que no lo entiendo, pues su cuerpo de barrilete se asemejaba bastante al del general agasajado nada más que cruzabas el umbral de su puerta. También usaba tirantes para sujetar el pantalón y eso hacía que el pantalón le llegara casi hasta el cuello. Aunque su cuerpo se parecía al del Generalísimo -al que ellas veneraban dándole ese lugar de preferencia a la entrada de su casa- ese no era motivo para tratar al profeta con el mismo obsequio de admiración o tal vez en el fondo lo despreciaban y aprovechaban su parecido para dar rienda suelta a sus instintos reprimidos. Su cara no se parecía nada al personaje dictador, más bien tenía facciones bondadosas y la voz dulce y serena y una mirada misericordiosa.
El día que fui al zoo con mi melenudo y progre amigo llegué a la casa cuando eran algo más de las once de la noche. En mi casa nunca me habían puesto horario para llegar, siempre me distinguía de mis amigas porque yo podía llegar a la hora que quisiera, siempre que lo hiciera de puntillas y procurara no despertar a mi padre que tenía un sueño muy despierto y lo escuchaba todo. Cuando entré por la puerta donde me esperaba Franco despierto a la entrada apareció la mujer del profeta sin faja, sin dientes, con los rulos puestos, con los ojos saltando como muelles hasta el retrato de Franco que la vigilaba y comenzó a insultarme: "En mi casa a esta hora sólo llegan las putas"- profirió saliéndole la saliva entre los cuatro dientes que sujetaban el puente de la dentadura postiza. Eso me lo dijo porque estaba ofendida por no haber acudido a la cita de su copiosa cena que consistía en unas lonchas de jamón de York y un vaso de leche. Me soltó un discurso sobre el orden, el recato y las buenas costumbres que yo había ido a destrozar con mi comportamiento de llegar a cualquier hora. Me quedé a cuadros, no entendía nada, tuvieron que pasar muchos años para que esto ahora mismo me resulte jocoso y para enterarme de que ellas pertenecían a Fuerza Nueva y estaban aterrorizadas de que descubrieran que tenían alojada en su casa a una  bolchevique. No vi en aquellos momentos muchas señales que estaban desperdigadas por toda la casa, pues además de la foto de Franco en otro mueble se disponían el yugo y las flechas sobre un aparador, banderas, folletos, pero yo sólo tenía una idea, que era viajar a Rusia y que el pelirrojo me besara. Encima, una de las hijas de la gorda sin faja venía por los veranos a Tazones y era bastante libertina con su comportamiento, pero seguro que luego aparecía en su casa a cenar la tortilla francesa, aunque puede que dejara las bragas en alguna tenada, es decir, cenaba sin bragas, pero a su hora. La otra hija daba clases de dicción a estudiantes de teatro y vendía Avón por los pueblos. Recuerdo haber ido con ella en coche a repartir un pedido y que yo no me quería bajar del coche para que los chicos que nos atendían desde la calle no vieran mi cojera. Ella me animó a sacar el carnet de conducir, decía que daba mucha libertad y me regaló una toalla pequeña que aún conservo. Ella también era coja, caminaba ayudada por un bastón y era bajita, se parecía a su padre.

El no me besó, no sé por qué, tal vez porque no era escaladora del picu Urriellu o senderista de ir todos los domingos a Covadonga, tal vez no hacía la tortilla de patata a su gusto o no sabía comer los bígaros con alfileres, ¡vete tú a saber!. En los cuatro meses que pasé en Moscú sólo me escribió una carta, que yo leía todos los días con fricción y me sabía de memoria. Me encargó unos libros de psicólogos rusos (A.R. Luria, Leontiev, Vigontsky) que los Niños de La Guerra me consiguieron en el mercado negro de Moscú.

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