LA CHICA DEL PAÑUELO


Cuando la lluvia cae y yo estoy en la calle siento que un nido de serpientes me sobrepasa y se me arquea la espalda no precisamente de placer, sino de asco. Parece mentira el contraste de sentirla en la calle a verla ahora tras la ventana, con la música de golpeteo en los canalones, con el ruido de los coches arrastrando el brillo acharolado del asfalto, son como aleluyas bajando del cielo las diminutas gotas de lluvia que bendicen mi ventana. No tengo miedo a resbalar, mis oídos se deleitan porque estoy guarecida y recogida, soy tan egoísta que ni siquiera me da para pensar en los que viven en los bajos fondos cogiendo la humedad desharrapada, en los cimientos que se pueden caer de tanto ablandarse, en los que siquiera tienen paraguas, en los que se empapan con lágrimas del cielo. La miro formar su pátina de espejo sobre el suelo y parece que la vida brilla como un esmalte resbaladizo.
La lluvia me trae recuerdos de soledad, esa con la que aprendí a disfrutar de mí misma, a tener Una habitación propia, aunque antes tuve que sufrir algunas experiencias dolorosas, como aquella vez en la que yo me preparé para ir al cine con mis amigas: Tenía diecinueve años y salí de casa después de que cesara la lluvia para ir al cine. El Ayuntamiento tenía, seguramente, programada la limpieza de las calles con la cuba del agua, a pesar de que había llovido y ni falta que hacía que la mojaran otra vez. Desde la esquina de un edificio que estaba cerca de la parada del bus me llamó una chica que yo conocía de encontrarnos hospitalizadas en la misma planta del centro hospitalario. Ella porque le habían amputado una pierna a consecuencia de un cáncer en la sangre. Era una chica muy valiente, siempre con una sonrisa en la cara, con su pañuelo tapando la calvicie que le ocasionaban las terapias agresivas para atajar el cáncer. Era algo más joven que yo -puede que diecisiete años- ahora mismo no recuerdo ni su nombre, pero sí su sonrisa, la esperanza de sobrevivir al cáncer que emanaba de su rostro. Me dí la vuelta para saludarla y resbalé con aquella maldita agua que quiso limpiar la calle sucia y me rompí el fémur. Me pasé mucho tiempo en el hospital ingresada, casi nadie iba a verme. Lloraba sin parar todos los días, hasta que un día una amiga que se sentía tan sola como yo vino a verme con un enorme osito de peluche y cuando salí del hospital comenzamos una amistad preciosa en la que aprendimos a ser generosas, sinceras, a reírnos, a compartir y a ser creativas con nuestro tiempo libre.
Hoy que llueve me acordé de la chica del pañuelo, que desgraciadamente no superó su lucha con el cáncer, pero me dejó una sonrisa en el recuerdo, un espejo para entender que después de la lluvia se pone un arcoiris precioso, aunque pase la cuba del Ayuntamiento.

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