QUETA Y ESTRELLA



Estaba flagelándome con mi soledad, sintiendo pena de mi misma y decidí sacarla a la calle y emprendí un viaje hacia el teatro para escuchar a los coros de los niños cantar. Allí me encontré con una pléyade de padres, madres, abuelos, abuelas cargados de cámaras y soltando su admiración viendo sus genes desparramados en el escenario del teatro Jovellanos. Salí de allí y mi soledad y yo ya estábamos acompañadas de toda aquella gente, aunque no la conocía de nada, formaban parte de mí, aunque yo no me lo había propuesto.
Estuve mirando escaparates y pensando en comprarme todas las cosas del mundo, pero era domingo y estaba todo cerrado y gracias a eso pude vencer la tentación.
Me acerqué a una tienda que estaba abierta y compré una empanada de sardinas con jamón y una botella de agua y me senté en un banco del parque a saborear la comida.
Allí, enfrente de mí, estaban sentadas Queta y Estrella, mujeres de cerca de ochenta años. Una parecía una monja seglar por sus vestimentas, y la otra, más coqueta, con la sombra de los ojos plasmada como un chorreón de gotelet, y el perfilado de los labios tan desplazado de sus comisuras, que semejaba a los labios de un payaso que por tener cataratas no atinara a darse el carmín en su punto de mira. Los tacones sosteniendo sus varices y la garganta presta a contar historias sin parar. 
Yo comía con fruición mi empanada de sardinas y jamón y de vez en cuando tomaba un buche de agua:
-Yo no me casé enamorada de mi marido -contaba Queta-, en aquellos tiempos nos casábamos para marchar de casa. Mi padre era un bruto, se dejaba los cuartos en la cantina de la mina y entre los pechos de una prostituta que los tenía a todos encandilados, todos estaban locos por los pechos de aquella mujer y les dejaba sin cuartos. Me decían que cuando tuviera en lo alto a mi marido unas cuantas veces, que terminaría queriéndolo, pero nunca le quise, era tan bruto como mi padre y mis hermanos que me pegaban. Mi hermano era enterrador y profanaba las tumbas. Esperaba a que se fueran los del entierro del finado y abría la caja y cogía todas las joyas con que habían enterrado al muerto. Yo no me llamo Queta, me empezó a llamar así mi madrina, porque decía que me parecía a su hija muerta, así que tengo el nombre de una muerta. A mí también me murió una hija, una nena preciosa de dos años y mi amiga Carmencita me decía que yo tenía envidia de su hija viva, ¿cómo iba soy a tener envidia de su hija, que no era como la mía y, además, era hija de soltera y no de matrimonio como lo era la mía? Fui al carpintero a que me hiciera una cruz para señalar el lugar donde estaba enterrada mi hija, a ese carpintero le murió la mujer en Alemania, sí, mujer, que yo no miento, fue muy nombrado, salió en los periódicos y todo, un hijo suyo la mató, estaba jugando con una pistola y disparó sin querer y mató a su madre, sí, que yo no miento, a algunas madres no deberían dejarles a sus hijos, como aquella otra que mató a sus cinco hijos, porque el marido la trajo del manicomio, el psiquiatra le había dicho que nunca la dejara sola con los críos y ella un día por la noche los mató a todos, eran muy pequeños, no se pudieron defender. 
Queta tenía “El Caso” como su libro de cabecera.
Estrella se mordía el labio inferior y decía a cada poco asombrada:
-¿Cómo puede haber gente así?
Queta sigue su perorata de historias macabras, de gente que degüella, que se ahorca, que se ahoga y vuelve a contar que nunca quiso a su marido, a pesar de estar casada con él más de cuarenta años. Hace un mohín con su boquita pintada de borrón y cuenta nueva:
-Nunca estuve enamorada de él, ahora sí que lo estoy, tengo un novio maravilloso. Cada uno vivimos en nuestra casa, no vivimos juntos, pero paso unas noches de amor como nunca las viví, fíjate cómo será que un vecino que tengo muy melindroso una de las veces que él se quedó a dormir conmigo nos picó a la puerta y nos dijo:
-Disculpen, ¿les importaría hacer menos ruidos de alcoba?
Me levanté del banco para ir al cine. Queta se quedó desilusionada, no me dejaba marchar, ya que yo era una interlocutora muy valiosa, no paraba de hacerle preguntas y ella contaba y contaba.

Me fui a ver “Amor en su punto” y en la peli me contaron que el amor es eso que queda después de los fuegos artificiales, y, también, que es como tener un cartucho de palomitas, que te vas comiendo y comiendo y cuando llegas al fondo del cartucho, te preguntas: ¿Qué fue del amor, qué fue de las palomitas?

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