DOLORES



Me da envidia cuando veo a las vecinas pasear con su pareja por la calle. Yo había recibido un sacramento y por respeto a mi marido (yo lo sigo llamando “mi marido”, aunque está muerto) y por respeto a mis hijos yo no me veía capaz de estar con otro hombre, aunque él ya estuviera con otra mujer. Me separé de él hace 18 años, y enviudé hace tres años. No he dado el paso de rehacer mi vida por respeto a mis hijos, por mis creencias religiosas, porque me importa mucho el qué dirán y porque en mí todavía albergaba un sentimiento de amor hacia mi marido.
Un hombre me pretendió por internet, pero el muy ladino estaba casado y mi religión no me permitía relacionarme sentimentalmente con una persona que tenga ese estado civil, así que lo dejé plantado en la estación del tren el día que tuvimos nuestra primera y última cita, que fue cuando él me confesó ese atentado contra el quinto mandamiento.
Tomo pastillas para dormir, porque si no las tomo sueño con mis muertos, que me hablan: Sueño con mi difunto marido y con mi difunto hijo y no quiero escuchar lo que me dicen. Me da terror. A veces me dan las seis de la mañana despierta por miedo a dormirme y escucharlos.
Estoy sola, no hablo con nadie. Voy perdiendo vocabulario: Un día, otro día, otro día. Los muertos me hablan para que no pierda el vocabulario, porque no hablo con nadie, sólo con los muertos y yo no los quiero escuchar. Creo que no tienen nada nuevo que decirme.
 Todo lo tengo que resolver sola, no dispongo de  una mano para tomar, que me ayude en lo cotidiano, para ir al médico, a la compra...
Fui la mayor de diez hermanos en una familia humilde. Me dediqué a cuidarlos a todos, aunque también tuve tiempo para ir a la escuela hasta los catorce años. Después me saqué alguna titulación que me ayudó a encontrar diversos trabajos.
Cuando tenía diecisiete años conocí al que sería mi marido, un hombre de cuarenta y cuatro años, culto, tocaba el piano, era director de banco, era del norte y yo del sur. Estaba muy relacionado con gente muy influyente y poderosa. Yo era una chiquita ignorante de diecisiete años que no sabía nada de la vida, bueno, de la vida que tenía que llevar con él, pues cuidar a nueve hermanos te da muchos conocimientos de la vida, pero de otra clase de vida. La primera vez que fui a los toros lo hice porque él me invitó. Me compró un vestido, unos zapatos de charol y fuimos en coche de caballos a la Maestranza de Sevilla. Nuestro asiento estaba al lado del escritor Jose María Pemán: “No hay en el mundo una flor que el viento mueva mejor, que se llama Lola Flores”.
Cuando les conté a mis padres que este hombre tan interesante me pretendía, desconfiaron y me dijeron que posiblemente estuviera casado en Madrid -donde él residía habitualmente- y que yo no estaba preparada ni por educación ni por edad para “servirle” de esposa a este señor tan apercibido: “Tú todo lo ves muy bonito, hija, pero el matrimonio no es eso”. Como mi padre no se convencía de que esta relación fuera fructífera, él vino a nuestra casa una segunda vez, pero en esta ocasión acompañado de un jesuita y un abogado y le dijo a mi padre que él se ocuparía de enseñarme todo lo que yo debía saber, sería mi pigmalión.
Nos fuimos a vivir a Madrid. Yo no le gustaba mucho a mi suegra. Antes de casarnos le insinuó varias veces a mi marido que yo miraba a los hombres -especialmente a los de las gasolineras que llevan las fundas de trabajo desabrochadas levemente-. Aún así, me casé con él. El día de mi boda me peiné con un moño para parecer mayor y que no se notara tanto la diferencia de edad. A los once meses tuve mi primer hijo, demostrando a las malas lenguas que no estaba preñada cuando fui al altar.
Tuve que adaptarme a las costumbres de mi marido. Fui una buena alumna. Tenía que llevar la puesta a punto de su ropa, cenas de trabajo, compromisos. Estaba pendiente de sus actividades para que todo discurriera como era menester. El me enseñó a poner la mesa, a planchar a su gusto, a limpiar la mesa de su despacho y dejarlo todo en su sitio, a darle brillo a la plata -yo que nunca había tenido plata-.
Con mi marido no me faltó de nada. Era recto, pero cariñoso, buen padre. Me leía en voz alta para que yo adquiriera cultura. Yo me ocupaba de tenerlo a él niquelado, de que toda su intendencia personal estuviera a punto, pero él a cambio me compensaba dándome todo lo que una mujer pudiera desear en aquellos tiempos en los que en la mayoría de los hogares había escasez y penurias. 
Un día me confesó algo que yo no habría sospechado por nada del mundo: Acabábamos de hacer el amor y con ese sopor que alcanzan los hombres que parecen medio hipnotizados y o se quedan dormidos o fuman un cigarro, pues él, como no era fumador, le salió  muy de adentro decirme que había contratado un detective cuando yo era su novia para investigarme a mí y a mi familia, a ver qué clase de gente éramos.
Mi marido era muy celoso, tanto, que algunas veces volvía para casa a media mañana a desayunar otra vez, por si yo estaba con alguien.
A pesar de la oposición de mi marido yo me formé como peluquera y abrí dos peluquerías en Madrid.
Durante veintitrés años fui muy feliz con mi marido, hasta que algo se rompió: Fui a buscarlo con el coche a una colonia de vacaciones donde estaba alojado con sus compañeros de trabajo. En el trayecto del camino de vuelta me dijo que había estado cenando con una amiga separada que frecuentaba mucho nuestra casa. Me dio un ataque de celos y le dije que se bajara del coche en medio de la autopista. Luego reflexioné y seguimos adelante por la carretera. A partir de ese momento se rompió mi matrimonio: Ahora me tocaba a mí hacer de detective. Descubrí facturas de viajes, de cenas, de abrigos, de joyas, seguramente con la que yo creía mi amiga y con otras pelanduscas. 
Fui a una abogada para que me asesorara sobre cómo separarme y ella me recomendó que no lo hiciera, porque en ese momento él tenía amistades tan influyentes que podía quitarme los hijos.
En cierta ocasión encontré en nuestro coche un tanga y un preservativo y la silla de mi hijo pequeño guardada en el maletero. Ahí me di cuenta de que era putero, le gustaba frecuentar a las prostitutas. Siempre me había extrañado que en nuestras relaciones íntimas a veces quería que yo le pusiera un precio a nuestra cópula, solía decir “¿qué te debo?” después del último suspiro exhalado.
Nos separamos después de haber convivido cuatro años sin que existiera trato carnal entre nosotros.
Siempre nos relacionamos por el bien de nuestra familia, aunque ya no vivimos más tiempo juntos. Con el paso del tiempo él enfermó y yo fui a cuidarlo. Un día antes de morir le di las gracias por los tres hijos maravillosos que me había dado y la vida tan bonita, a una niña de pueblo ignorante y demasiado joven.

El lloraba cuando se lo dije...

Comentarios

Entradas populares