Marianna


Siempre fui una niña extraña. Por las noches me levantaba sonámbula y viajaba a otros países, a otros lugares. Levitaba por encima de mi cuerpo y me observaba dormida, me miraba durmiendo y compadecía a la hermosa muchacha que era tan desgraciada en el mundo de los mortales. Yo era una niña cristal, una niña índigo, dotada de una extrema sensibilidad no apta para vivir en este plano. Mi piel es transparente como mis cualidades, si te asomas a mi piel parece que en ella están dibujados el mundo de mis sueños y mis desesperanzas por no ser comprendida por los mortales. Me casé muy joven, prácticamente me vendieron al mejor postor, como a una princesa india en una boda concertada para convenio de las dos familias. Yo no amaba a mi marido. Terminé queriéndolo a base de encuentros maritales por amor al débito conyugal, era lo que marcaba la época, porque las costumbres en aquel entonces había que cumplirlas. El día de nuestra noche de bodas me regaló un camisón que se abotonaba con cincuenta botones forrados de seda y que nunca más quise ponerme, pues para él era toda una hazaña abrir con una sola mano botón a botón y darse de bruces con mis carnes morenas.
El necesitaba demostrar la pericia con que manejaba una sola mano, pues en la otra tenía un muñón. Ese fue el motivo de su desgracia y el de la mía, pues un día terminó con nuestra vida cómoda suicidándose delante de mis ojos, apabullado por el complejo de su maldito muñón, que siempre lo había abocado a mezclarse con trabajadoras del sexo o con mujeres fáciles que no le daban importancia a la familia y al recato.
Un día, mientras hacía nuestra cama ayudada por una persona del servicio, me encontré una pequeña pipeta entre las sábanas. Me fui a la farmacia a preguntar que de qué se trataba y allí me explicaron que se lo aplicaban los caballeros en su pene para curarse de los males que les ocasionaban su trato con meretrices. Desde ese día sus partes pudendas no volvieron más a juntarse con las mías. Con el paso del tiempo se agotó con el alcohol y la vida disipada.
Además de no tener mano apenas tenía genitales. Se habían reducido tanto, tanto que un niño chiquito, recién nacido, poseía más protuberancia que la que él llegó a tener.
No me siento culpable por su muerte, ni porque se suicidara delante de mis narices, pero a veces lloro amargamente y, entonces, tengo que ponerme gafas de sol para que la gente no vea el rastro de mis lágrimas, porque esta misma culpa me hace sentir aborrecimiento hacia el sexo. No soportaría que ningún hombre me tocara, me acariciara, me dijera palabras de amor si antes ha estado con trabajadoras del sexo, esas pobres mujeres que en su mayoría están forzadas a ejercer una profesión para la que no están vocacionadas.
Las traen secuestradas y engañadas de sus países de origen, las maltratan, las engañan, las torturan. El que utiliza sus servicios forma parte del mismo engranaje que los chulos, los dueños de los clubs, los mafiosos. Toda la larga cadena termina en el cliente que es uno más en este litigio moral.
Algunos amigos de mis hijas les han dicho: "¡Qué cama tiene tu madre!" y eso me halaga, pero no me sirve para superar mi aversión al sexo. Para mí el sexo es cuestión de olfato. Un hombre no debe oler a nada más que a hombre, a hombre recién lavado, sin rastro de jabón, ni de perfumes, ni de desodorantes. Un hombre tiene que dejar que sus feromonas sean transparentes para mi olfato. En algunas ocasiones -cuando visitaba a esas mamonas- mi marido dejaba de lavarse durante días para no tener sexo conmigo y luego se duchaba sin parar gastando todo el agua que había en el termo eléctrico para hacerme de rabiar porque sabía que a mí me sacaba de quicio que se derrochara el agua tan preciada para los campos. También me avasallaba contándome lo que escuchaba en la radio. Era un forofo del programa "Hablar por hablar" y un día me dijo que un marido estaba desesperado porque su mujer no le dejaba oler su culo. Tenía que aguantarle esas aberraciones que me contaba a la hora de comer. Yo llevaba la cuchara a la boca, mientras imaginaba la nariz del oyente inmiscuyéndose en el agujero negro de su esposa. Me apetecía vomitar encima de nuestros manteles de lino y nuestra cubertería de plata.
Mis primeras lecciones sobre el sexo me las impartieron dos mujeres: Una fue una niña de unos trece años que se llamaba Estrella y que me contó cómo se hacían los niños. La otra fue mi nana Marcia, que me dijo que "aquello" se ponía como una botella de sidra de duro, mientras hacía un recorrido por el cristalino verde con su mano sabia.
Nunca diría la palabra follar, no soporto follar, me parece terrible follar, no entiendo cómo los jovencitos ahora y algunas maduritas dicen follar como quien dice comer o beber, no entiendo esta prostitución del lenguaje, esta falta de decoro. Definitivamente, follar no forma parte de mi vocabulario y no pienso pronunciar follar en mi vida, aunque me follaran bien.
Todavía recuerdo los poemas de mi infancia, los que escribía en las noches de luna llena, cuando yo le pedía mis deseos a la luna si no podía dormir. Siempre estoy buscando a una persona (tendría que ser culta, letrada, que tenga sensibilidad) para que me los pase a máquina y así poder publicarlos algún día.
¡Ah!…debería retomar mis ejercicios de yoga, volver a hacer meditación…, pero estoy tan agotada con administrar las fincas de Villavirtuosa, el palacete de Vetusta y el apartamento en Puerto Banús que no sé de dónde voy a sacar el tiempo para dejarme morir por este hastío de vida...

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