Doctor, doctor, míreme usted...

Hoy estuve con el actor John Malkovich, o eso me pareció a mí cuando el doctor que me atendió se puso frente a mí. Era todavía más guapo, y más campechano, porque lo tenía en carne y hueso. Me resultaba agradable estar viendo a un médico y comparándolo con un actor. Mi madre me decía que yo de pequeña odiaba las batas blancas, que me daban terror, porque yo visitaba mucho a los médicos y a mí no me agradaban. Este de hoy me cayó bien. Pensaba que era un actor, o un deportista, porque no llevaba zuecos, ni zapatos de piel, llevaba unas zapatillas de deporte y lucía una sonrisa cercana. Yo me había blindado para recibir su diagnóstico con unos pantys, un body negro y unas rodilleras en cada pierna por si me mandaba desnudarme. Tal vez porque llevaba unos cuantos informes de otros médicos éste no me mandó desnudarme, porque en los papeles ya se describía toda mi anatomía de grey. En otra ocasión un compañero suyo -y para el mismo cometido- me había hecho quitarme la ropa y demostrarle hasta dónde doblaba yo el espinazo, mientras él me miraba por detrás como si ejecutáramos la postura del perrito. Para mí aquello fue denigrante. En otra ocasión un médico me mandó quitarme los pantalones para mirarme el dedo gordo del pie que me acababan de operar. Cuando los hombres se disfrazan de médicos me cuesta decirles que no me voy a desnudar para que satisfagan su curiosidad de contemplar malformaciones. Aparte de blindarme con rodilleras tendré que llevar papeles que cuenten mi historia y hablen de mí, y, mientras leen los legajos, perderán el interés en descubrir qué parte de mi anatomía se vio invadida por el virus de la Polio y la dejó maltrecha y herida, cada vez más.

Ayer iba camino a casa tirando por mi carrito para todo cuando observé en una mesa de una terraza a tres personas sentadas alrededor de ella y con sus teléfonos en la mano. Los tres hablaban con otros, ¡los tres!, cada uno hablaba con alguien por teléfono, pero ninguno con alguno de la mesa. Me recordó a la obra de teatro que fui a ver al Niemeyer: "Los hijos se han dormido", que es una versión de La Gaviota de Antón Chéjov, donde cada personaje está enamorado/a de alguien que no puede tener y otro/a por detrás tiene a alguien que está enamorado de él/ella y no le corresponde. Es un lío de desencadenados que te hace reflexionar sobre la insatisfacción del ser humano en cuanto a sus quereres. Alguien que ha tenido un solo amor no puede entender eso. Alguien que ha dejado una relación y empieza una nueva no deja de sentir la estela que la vieja relación le ha inoculado, y aunque todo sea nuevo, de tono rosado y de tintes de ensueño, aparecerán de vez en cuando los fantasmas del castillo y tendrán que abrir todas las ventanas para que salgan de su sábana inmaculada a trotar por los bosques del olvido...

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