PALOMAS




No acababa de salir de casa, a veces ella me atrapa con sus deseos de orden y organización, pero conseguí huir de sus llamamientos lastimeros y emprendí mi viaje hacia la ciudad más grande, con sus ofertas de ocio y relax. Me zambullí en la piscina y di unos cuantos largos, esta piscina, que me deja contemplar el mar mientras la atravieso con mis brazos y mis piernas. Mis pasos se dirigen a la de agua salada y allí vivo mi propio nirvana, una medítación profunda siento cuando floto como una muerta encima del agua salada. Todo es calmo, no importa nada, todo se resolverá, no hay tristeza, no hay alegría, no hay exigencias, soy rica, soy pobre, soy un ser humano llena de paz, soy un pez, acaso una sirena, soy libre, no hay tropiezos, no resbalo, nadie me da la zancadilla, nadie me odia, amo a toda la humanidad, soy hermosa como un cántaro de agua, reboso energía, esperanza, tengo fuerza para vivir las dificultades, todo me llena de esperanza. Salgo de la piscina y me aseo. Paso el secador por mi pelo y compruebo lo fuerte y sedoso que lo tengo, me da cosquillas en los poros de mi cabeza. Me pongo una crema hidratante en la piel todavía salada. Me pinto los labios de un rosa brillante y voy camino del teatro. Saco la entrada y me siento en un banco a mirar a la gente pasar y pasear. Hay mujeres que llevan el bolso a juego con los zapatos, parejas cogidas de la mano, una gordita con uno delgado, otra con una cabellera como Medusa, hombres con pantalones rojos o verdes que mi padre diría que son maricones por vestir así. Un hombre se sienta a mi lado a fumar y charla con una pareja que se acercan a saludarle, se confabulan en contra de las palomas -les llaman ratas voladoras- y tratan de buscar distintas maneras de aniquilarlas porque no las soportan. Hay distintos grupos musicales amenizando la calle. Hace calor y estoy con los hombros al aire, llevo un vestido de tirantes y el aire que sólo se presiente me toca la piel, siento un placer agradable por este regalo del cielo que es la temperatura de auténtico verano. Me compro unos caramelos y me voy al teatro. Se levanta el telón y comienza la función, que es un musical que me entretuvo sin grandes aspavientos. Salí del teatro y me senté en un banco a fumar un cigarrillo al lado de un indigente que llevaba unas enormes maletas atadas con una cuerda a un carrito. Estaba oscuro y me fui a buscar el coche. Me sentía unida a todas las personas con las que me había cruzado, a las que iban para arriba, a las que iban para abajo. Recordé cuando era jovencita y me sentaba en los bancos de este paseo a ver pasar a los chicos con mis amigas y el miedo que sentía a que me vieran caminar cuando me levantara del banco, ellos se paraban a charlar con nosotras y se quedaban allí y yo deseaba que se marcharan y no me vieran caminar, no supieran de mi cojera porque creía que, entonces, ya no iban a tratarme igual, el problema estaba en mí, no en ellos, pero yo sufría como una perra herida por culpa de estas cuestiones. Hoy estaba sentada libre de esas ataduras, queriéndome, mimándome, sintiendo que me acepto, que puedo ser feliz regalándome un día de nado, de paseo, de teatro y muy contenta con los pendientes que Guillermo me trajo de Krakovia, de plata y ámbar, con el alma eslava impregnada en mis orejas, que quieren escuchar el sonido del aire calmo.

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