SINCRONICIDAD


Estaba yo leyendo una entrada en el blog de mi vecina de blog que era un poema de Luis Cernuda. Siempre que leo algo de este poeta recuerdo a la persona que me regaló un libro de poemas de este autor. Comencé a pensar en mi amigo y en qué sería de su vida, entonces, escribí en facebook su nombre a ver si aparecía y lo encontré. Le mandé un mensaje y al rato ya nos estábamos escribiendo y poniéndonos al día de nuestras vidas. El y yo nos conocimos en un viaje que hicimos a Rusia en setiembre del año 1980, tres años más tarde de mi primer viaje a este país donde yo estuve hospitalizada por unos meses. Yo había organizado este viaje con amigos, pero al final todos me plantaron y me fui sola. Reconozco que esto me cabrea bastante, pues es muy reconfortante viajar con gente conocida, parece que más seguro y cuando planifico mis vacaciones siempre espero que me acompañe gente a la que aprecio y con la que estoy a gusto. En varias ocasiones me ha ocurrido no tener con quién viajar y cuando decido hacerlo sola suele salirme tan bien como si lo hubiera planeado. Este viaje era organizado por una agencia y la mayoría de los viajeros no nos conocíamos. 
Ya en el aeropuerto me junté con un grupo de argentinos, que sólo con que dijeran cuatro cosas ya me hacían reír como una loca. Creo que eran todos exilados políticos que vivían en Madrid y de tendencia izquierdosa. Desde el primer momento establecí con ellos una relación de camaradería e hice para ellos de intérprete en el ruso de andar por casa que yo chapurreo. Había una huelga (creo que de controladores aéreos) y en vez de aterrizar en Moscú lo hicimos en Leningrado, pero antes llegamos a Helsinki y cogimos un bus. Recuerdo que me senté con uno de ellos, que iba mirando por la ventana, mientras observábamos el paisaje de abedules y las casas de madera de infinitos colores y exclamaba:
- Ché, estoy emocionado, estoy llegando a la patria de Lenin!
A mí todo lo que hablaban me mataba de risa, porque intercambiaban pasión política con pasión por las rusas guapas.
Como yo conocía a gente en Moscú cuando llegamos allí unos cuantos amigos me esperaban y uno de ellos había hecho 1800 kmts para traerme un ramo de flores. Había venido en coche y nos paseó por un Moscú con poco tráfico y entramos en sitios que no formaban parte del itinerario organizado por la agencia. También nos subimos a taxis clandestinos, en el bus, en el metro, fuimos a discotecas, nos colamos en una boda, Eramos como niños traviesos en un país donde había algunas restricciones, pero que nosotros nos las saltábamos muertos de risa. Este amigo que he encontrado por facebook no paraba de decirme, mientras observaba al ruso con el ramo de flores:
-Casáte, piva, casáte!
Los llevé a la residencia de estudiantes donde se alojaban los latínoamericanos becados por la URSS y que yo había conocido en el hospital como estudiantes de Medicina y con los que yo me carteaba. Comimos un bizcocho que acababa de hornear una colombiana futura doctora.
Asistimos a una hermosa misa por el rito ortodoxo en la catedral de San Basilio.
Fue un viaje inolvidable. Mi amigo, que ahora está en Argentina de nuevo, me dice que fue el viaje más feliz de su vida. 
Recuerdo irme a probar sombreros en las tiendas para elegir uno para sus novias ausentes. 
Invité a este chico y a un amigo a mi casa en Gijón y pasaron unos días. Mi madre les preparó una fabada y lo recuerdo asomando su cabeza con el trasero vuelto hacia el pasillo, porque no podía más con la hinchazón de barriga y el gas a punto de soltarse:
-Esta es la auténtica fabada, la que todos cuentan en los chistes.
En Leningrado se me perdió la cámara de fotos, la olvidé en el hotel, una cámara que me había acompañado desde que tenía 9 años y que me había tocado en un bote de Nesquik. Le pregunté por chat que si conservaba aquellas fotos tan maravillosas que había hecho del viaje. Los dos recordamos la instantánea de la pintora en los canales de San Petersburgo, con aquella mano tan delicada sujetando el pincel y dibujando el agua, pero las fotos se habían perdido en su mudanza a Argentina.
Los recuerdos no se han perdido, se han intensificado para contar lo esencial de ellos.
Mi amigo me dijo que le emocionaba que le hubiera recordado leyendo un poema y, entonces, me dedicó uno suyo:

Las once de la noche: los niños habíamos sido dispuestos hacia el sueño.
El calor de febrero embebía las sábanas de una fragancia inquieta.
Desde la calle la intuición del oscuro llegaba llena de vigilia y señuelo. 
Madre dormía en la habitación contigua rendida por la veracidad del día,
y padre, en la esquina, miraba sentado la noche inefable con deleite.
Mi sombra se descolgó por la ventana del verano nocturno hacia la esquina,
mis piecitos salpicaron la acera en una leve aventura hasta sus piernas.
Me recibió como se acoge a un cómplice, a una vida de cuatro traslaciones,
y me ofreció el rellano de su vértice aliado como una butaca de platea.
Emparejé mi mirada con la suya en dirección a los mismos asombros,
en línea con el universo en un lúdico abrazo a la esfera del mundo.
Miré entonces lo que él ya aguardaba como una paleta dibujada de auroras:
era la exaltación de la noche de pueblo que se admira a si misma
como un peligro adicto, a escondidas de madre reclinada en el lecho.
Tuve, de este modo, mi primera añoranza de la calle que imita al ingenuo arco iris,
con las manos de padre afirmando que esa luz sería tierna en mi almita futura.


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