EL BAÚL

Me quedé con él cuando me lo regalaron. Soltaba virutas porque las polillas se habían adueñado de él. Tenía cien años y dependiendo de quién lo mirara causaba admiración o desprecio. Yo lo amaba porque por dentro no tenía ni un agujero y estaba inmaculado. Por fuera era otra cosa: rodeado de cintas de cuero, de cerraduras oxidadas y faltas de brillo. La tela de arpillera que lo protegía denotaba sus viajes desde Cuba buscando progresar. Me decían que lo tirara, y es verdad que las tataranietas de aquellas polillas todavía se dan paseos por mi casa y se posan en algún mueble, como la silla de pino que me regaló mi madre y que mi hija me obligó a tirar porque estaba comida por ellas.
Yo guardaba allí el primer caballito-balancín en el que mi hija trotó antes de cumplir el año; los tules de mi cama con baldaquino, el escabel de cuando yo era princesa, mi corona perdida en el tiempo, la mirada triste de mi madre cuando me dijo adiós, la vajilla de oro que el rey de Takistán me regaló cuando fueron mis bodas de diamante.
Estaba forrado de seda y al abrirlo sonaban trompetas y tambores. Olía a canela y a comino.
Me daba pereza quedarme sin él.

Un día les pedí a las polillas que se lo llevaran y ellas emprendieron el vuelo sujetándolo con sus patas. Levantaron las alas y marcharon a despeñarlo.

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