LA ESCAYOLA Y LA ESCUELA



Como un cascarón de un cangrejo que fuera a mudar la piel dura y fría, a veces caliente y roja, otras blanca mezclada con hilos de gasa transparente, transformada en la forma de la pierna. Escayola rígida, que parece un libro de visitas, con mil firmas, que esconde la piel cercenada por el bisturí, que protege de inclemencias, que atesora cicatrices y guarda sorpresas.
Escayola que tiene su molde propio, su obra escultórica, sus sueños rotos, sus huesos rotos.

Cuando tenía 14 años ingresé en el hospital para que me hicieran un alargamiento de tibia  (operación dolorosa y con matices de tortura medieval) en mi pierna derecha, la más afectada por La Polio. Entre una y otra pierna había una diferencia de 6 centímetros y todo ello ocasionado posiblemente por el gran estirón que yo había dado y porque a los 9 años fracturé el fémur derecho y eso hizo que estuviera un tiempo sin hacer ejercicio y que abandonara mi rehabilitación, a la que iba 3 veces a la semana con gran pesar y continuas peleas con mi madre. Cada vez que nos encaminábamos a la rehabilitación era como ir camino del calvario, así que yo estaba deseando dejar de ir y así lo hice. También prescindí del aparato ortopédico que me sujetaba la pierna hasta debajo de la rodilla. Estaba deseando poder calzar los zapatos que miraba  con cariño en los escaparates de las zapaterías, ya que para poder llevar el aparato debía calzar siempre las botas, botas de Polichinela, como me dijo un traumatólogo con mucha ironía. Yo quería calzar preciosos zapatos, aunque no tuviera fuerza en mi pie para sostenerlos, así que decidí quitar  aquel aparato que me ayudaba tanto a caminar, sólo por puro capricho y coquetería.
Hace unos días vi en el programa de Juan y Medio a un chico de 24 años que padecía acondroplasia y que se había sometido a esta misma operación, pero en ambas piernas y brazos para poder estirar sus miembros y llegar a ser más autónomo y conseguir mayor calidad de vida. Nunca me dio por pensar que algo tan normal como limpiarte el culo fuera una limitación para otra persona por el hecho de tener los brazos cortos y no alcanzar tus partes traseras. Hay operaciones de cirugía estética que parecen caprichosas o superficiales, pero habría que ponerse en el lugar de la otra persona para saber sus motivos, qué hay en su alma para desear liberarse de un complejo, de una limitación, en qué parte de su ser alberga esperanza, qué anhela para ser libre, para ser como los demás, a pesar del sufrimiento.
No es cuestión de arrepentirme ahora de haber pasado por aquella tortura que me tuvo atada a una escayola 5 hermosos años de mi juventud, ya que la operación no funcionó bien y continuamente tuve que estar quitando y poniendo escayolas y operándome desde los 14 años hasta los 20 años. Parecía un cangrejo cambiando su cascarón…
Ya conté en otra ocasión las vicisitudes de los días que iba a rehabilitación, pero voy a recordar algunos detalles de aquella escuela a la que yo asistía con más pena que gloria. 
La escuela era privada, es decir, en una casa particular, y nos daban clases un maestro con titulación y su esposa (mujer amargada y rígida) y su hijo y su hija. Estos tres últimos no tenían título. En el salón de la casa estábamos hasta 40 niños y niñas de diferentes edades. Mi madre pagaba 100 pesetas al mes en esa escuela, porque no había plaza en la escuela pública. Cada vez que tenía que salir para hacer la rehabilitación yo me lo pensaba mucho para pedirle permiso para salir, aunque tuviera el consentimiento de mis padres, pero yo lo pasaba fatal, entre otras cosas, porque me alegraba de perder la clase y marcharme de aquel sitio donde no era un placer aprender, ya que eran mucho de la letra con sangre entra y muchas veces tuve que contemplar cómo le daban a mi hermano con una regla en las manos porque no hacía los deberes o porque hacía novillos. A mí sólo me pegaron una vez, y como lo hicieron en las piernas yo fui a darle el chivatazo a mi madre y ella les dijo que no lo hicieran más, como así lo cumplieron, pero yo sufría muchísimo cuando le pegaban a mi hermano. Otra cosa que me sacaba de quicio era pedir permiso para ir al servicio. En aquel tiempo cuando hacías aguas menores no se tiraba de la cadena, pero si la cosa era más apretada y tirabas de la cadena, pues cuando salías todo el mundo se había enterado de que habías cagado, así que te aguantabas las ganas de soltar el marrón para no ponerte colorada cuando aparecías en aquel salón repleto de gente menuda. En cierta ocasión me aguanté tanto que acabé cagándome toda y me fui a casa con el regalito en los pantalones. Preferí cagarme antes de que supieran que quería cagar, una contradicción como otra cualquiera, pero así me ocurrió. Claro que esta circunstancia y el hecho de estar tanto tiempo ingresada en hospitales hizo que mi músculo pubocoxígeo esté muy bien tonificado. Ahora mismo soy capaz de aguantar horas sin que me caiga una gotita de agüita amarilla.
Después de pedirle permiso a aquella Rotemmeyer yo me iba para casa a buscar a mi madre (no se estilaba entonces que los padres nos fueran a buscar a la escuela, nosotras solitas cruzábamos la carretera, a pesar de que la tía de una amiga nos hablaba de la trata de blancas y del hombre del saco que regalaba caramelos drogados a los niños y las niñas) y me la encontraba escuchando la novela de la radio a todo lo que daba el volumen del aparato y pegada al artilugio, porque era algo sorda para lo que le interesaba, mi madre era sorda selectiva, así que yo desarrollé un timbre de voz potente y de óptima calidad, que cuando me doy cuenta lo bajo, porque me noto que me grito. Con el capítulo de la novela a medio terminar salíamos corriendo a coger el bus (aquí también desarrollé mi manía de llegar tarde a todos los sitios, que ahora estoy tratando de corregir: nunca es tarde…) y desde la parada hasta el Sanatorio Marítimo había por lo menos 2 kilómetros, que para mí era un verdadero suplicio hacerlos después de haber pasado por pedirle permiso a la dictadora, sacar a mi madre del ensimismamiento de los amores de Ama Rosa (la novela) y pensar en lo que me esperaba de mover mis piernas a todo lo que daban. Llegaba agotada y salía peor, aunque supongo que a la larga eso me beneficiaba, quiero pensarlo así, ya que era una maratón sin igual. Lo ideal hubiera sido que nos pusieran a nadar, o a hacer ejercicios en el agua, menos cansado y doloroso. Ahora mismo es lo que hago y lo que me ayuda a combatir los efectos tardíos de La Polio. Lo he descubierto con el tiempo, ya que me recuperé de una fractura que padecí a los 40 años nadando todos los días en la piscina de Villaviciosa.
De la vuelta del Sanatorio Marítimo para casa recuerdo cómo mi madre y yo estábamos al acecho para conseguir que la Señorita Cheres (así se hacía llamar la fisioterapeuta) nos llevara en su Seiscientos hasta la parada del bus más cercana. En cierta ocasión unos gitanos que llevaban un burro me invitaron a montarme en él. Los huesos del animal se me clavaban en el culo y me hacían daño, nunca más me monté en un burro…


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