Miguel Hernández




El sábado 30 de octubre celebramos en el teatro Riera de Villaviciosa el aniversario del los cien años de nacimiento del poeta Miguel Hernández. Mi grupo de rapsodas "La Barraca" y cuarenta chavales del IES de Villaviciosa nos subimos al escenario para recitar juntos poemas de este maravilloso pastor que hacía arte y sentimiento con las palabras.
Antes de que comenzara el acto yo estaba atacada de los nervios, me equivoqué en la hora de comienzo y le dije a mi hija y a una amiga que empezaba a las ocho de la tarde y era a las 7.30, así que mi hija casi no me vio recitando y tampoco hizo fotos porque se le olvidó la cámara. Yo sí llegué a tiempo, y eso que mi tía Marta me había invitado a una mariscada en "Los Nogales" y se me hizo tarde entre pata y pata de bugre y allí mismo en los postres me puse a ensayar el poema que me tocaba y que yo no paraba de confundirme con las palabras "venir" y "entrar" y mi tía me dijo: "Escríbelo en la mano" y a mí no se me había ocurrido, así que escribí "viene" en la mano y así me quedé más tranquila para acudir al recital.
La idea del director era representar una performance, que está muy de moda y que al parecer es algo donde se da rienda suelta al arte, pero donde todo está divinamente orquestado. Nos sugirió que fuéramos vestidos de blanco o de negro o de blanco y negro, y así fui yo, con una falda negra y una blusa blanca, también me puse un chal negro con flores. Mi hija me prestó una rosa blanca para ponerme en el pelo, que por la mañana me puse unos tubos para que se me rizara y me quedó fatal, así que prendido con la rosa disimulé el zafarrancho que hice con los rizos postizos ocasionados por los bigudíes del caos.
Cuando llegué al teatro ya todo estaba dispuesto, los monos tirados por el suelo, sí, fundas de trabajo de todos los colores, que simbolizaban los muertos. Los chavales se ponían los monos y comenzaban a recitar y aquello parecía un coro de ángeles.Yo estaba sentada en una silla blanca, que iluminada por los focos parecía aún más resplandeciente, al igual que la vestimenta del director, que era toda blanca, y el peso de los chavales en el suelo del escenario me provocaba miedo, pues a veces las tablas de madera del suelo crujían a sus pasos y se movían, aunque luego volvían a su sitio. Había una sincronización en el recitado que a mí casi me deja sin palabras. Eran una sola voz, que, claro, eso es el coro y el director estaba subido a una tarima y desde allí los dirigía y salía una sola voz, bueno, me parecía mágico. Nosotros, los de "La barraca" estábamos en medio de ellos y salíamos a recitar individualmente y en algunos poemas los chicos repetían la última estrofa y le daban una fuerza que parecía que Miguel iba a levantarse de su tumba a emocionarse con nosotros. Una de las rapsodas había llegado con un dolor de lumbago y dijo que se le había quitado cuando terminó la función. "¿Serían las flores de Bach que me diste?"-me dijo- "Bueno, no sé si te harían efecto tan pronto, pero creo que es la energía que se respira aquí, con esta poesía y esta fuerza se curan todos los males"-apostillé.
El poema que me tocó recitar era éste:
Abreme, amor, la puerta de la llaga perfecta
Abre, amor mío, abre, la puerta de mi sangre
Abre para que sean fuentes puras mis venas
Abre, que viene el aire de tu palabra… ¡abre!
Abre, amor, que ya entra…¡ay! que no salga...
¡cierra!
El director había ensayado conmigo unos días antes y ya se sabía de memoria el poema y a mi no me quedaba tanto "abreme, abre, amor, amor mío", además me mandaba abrir los brazos, como si fueran alas para recibir a mi amor, como si abriera puertas para recibir a la esperanza. Para eso tenía que tener las manos libres, así que cuando salí al escenario solté mi bastón en el suelo y me puse a gesticular con los brazos y el chal también tenía su cometido, con sus flores, bueno, quedó muy guapo todo. Yo no elegí el poema, sino que me dijeron que ese era el que me tocaba a mí y creo que me resultaba tan difícil memorizarlo porque me decía muchas cosas que yo estaba viviendo y como no creo en la casualidad, sino en la causalidad, pues eso, que estaba hecho a mi medida.
Miguel Hernández fue uno de los poetas que más amé en mi juventud. Tenía un libro suyo que me llevé a Rusia cuando tenía 20 años y que estaba roto y desgastado de tanto leerlo. Se lo regalé a una amiga para que me recordara, no sé qué habrá hecho con él. Es curioso que Miguel tenía cuando se murió la misma edad que mi hermano cuando falleció -31 años- y que yo decidí poner en su lápida una estrofa de "La elegía a Ramón Sijé", que es una despedida preciosa a un amigo que se va para otro plano de existencia. Lo mandé escribir en un trozo de cerámica en forma de pergamino y cuando murió mi padre me traje para casa el poema escrito en la cerámica y ahora lo tengo conmigo.
Los chicos y las chicas se quitaron los monos y se fueron de marcha, pues era sábado, con la poesía en el corazón y en las venas. Yo me fui para casa loca de contenta y de energía.




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