Mallorca

Después del paseo en barco
Así se veía la cala desde el balcón

Las vacaciones empezaron muy bien cuando, a pesar de llegar tarde, Los Chaquetas Amarillas de AENA, que son los encargados de la Asistencia en Viaje a personas con alguna discapacidad nos recibieron con una sonrisa de oreja a oreja y con ganas de echarnos una mano o las dos.

Mi amiga y yo habíamos decidido irnos a Mallorca a un hotel que nos llevaba a la playa en ascensor. Hay gente que va en coche, en moto o en bicicleta, pero nosotras bajábamos a la playa en ascensor y allí nos dábamos de bruces con una piscina gigante de agua salada, es decir, una cala preciosa que sólo tenía una ola y un agua calentita que te permitía entrar y salir a placer, secarte y volver a mojarte, a nadar. Mi amiga era mucho más intrépida que yo y cogía unas gafas de bucear y se iba a inspeccionar otras calas que iban seguidas de la nuestra, ella miraba peces, que a medida que se adentraba en el mar eran más grandes, miraba las cosas que había en el fondo del mar y luego me lo contaba. A mí me gustaba mirar a la gente, contemplar a las familias construyendo castillos en la arena, ver a los niños chapotear en el agua y echar carreras tras las pelotas. La mayoría eran extranjeros, me llamó la atención que en el menú de la carta del restaurante de la playa estuviera escrito en inglés y ruso, además del español. Me gustaba ver las letras en ruso, ya que estoy familiarizada con ese idioma, aunque no lo domino por completo, también me gustaba escuchar a la gente hablarlo.

Las dos caminamos ayudadas por muletas, así que no podemos entrar y salir del agua sin que alguien nos ayude. Ella me enseñó a hacerlo de manera que no dependíamos de nadie para ello: Nos arrastrábamos como culebras desde la orilla del mar y cuando alcanzábamos el agua nos tirábamos a nadar sin parar. Cuando nos cansábamos de estar en el agua cogíamos una botella de agua y la llenábamos de agua de mar para lavarnos las manos que estaban llenas de arena de arrastrarnos para llegar hasta donde teníamos las toallas. Una vez que yo le tiré la botella desde mi toalla, pero con tan mala suerte que le di a un hombre en la rodilla con toda la gana. Otro día un señor mayor vino a pedirnos la botella y mi amiga se la dio porque no podía explicarle que aquella vieja botella servía para lavarnos las manos de nuestro arrastre de sirenas. Nadábamos y tomábamos el sol a raudales con las tetas al viento, con esa libertad que te da sentir el agua en la piel, masajeadas por el calor del sol y el leve movimiento del agua sobre ti. Cuando más calor  nos apabullaba los sentidos aparecía “Coconut”, un hombre al que bauticé con ese mote y que se parecía al del anuncio de los espárragos carretilla, que portaba una carretilla llena de frutas y que cantaba el nombre de las frutas que vendía en un inglés de andar por playa y que nos hacía ponernos a salivar como posesas. Tenía un arte con el cuchillo para partir una sandía y presentártela como manjar de diosas, y no era para menos, pues aquella sandía nos sabía a gloria y parecía que estábamos en el paraíso, hacía lo mismo con la piña natural y después de servirnos la fruta cortada, que nos entregaba con una bolsa para retirar el sobrante, nos regalaba un plátano, aunque no creo que fuera por ninguna especial insinuación, ya que este detalle lo tenía con todos los viandantes que requerían de sus servicios como mesero de la playa. El hamaquero también tenía su visión particular de las cosas y un día nos confesó que albergaba una fantasía desde hacía tiempo. Nosotras estábamos pensando con a ver con qué nos sale este ahora después de ver a tantas mujeres con las tetas al aire y su fantasía no era otra que hacer una foto a los turistas antes y después de llegar a la playa, para que comprobaran cómo habían cambiado, no sé si de piel o de semblante. Nos quedamos tranquilas con esto que nos contó.

Mi amiga está más acostumbrada que yo a experimentar diversos deportes adaptados y es muy atrevida, yo soy más miedosa. Me propuso que hiciéramos un paseo en barco por la isla, así que contratamos los servicios de un catamarán que nos llevaba de paseo por el mar. Yo me subí tan tranquila y me coloqué en la proa del barco a contemplar el paisaje. El contramaestre del barco se acercó a charlar con nosotras mientras el piloto le decía que ya estaba ligando otra vez. Eran todos muy simpáticos con nosotras y yo me reía con las cosas de Tomeu, que así se llamaba este hombre, mientras nos contaba que la rutina del matrimonio era devastadora para la pasión. En tanto que yo reflexionaba sobre este escabroso dilema comencé a sentir un vértigo desde la ingle hasta la garganta que me llenó de terror. Me parecía que estaba en una noria de feria y que me iba a caer por un precipicio que me llevaría a los infiernos. Entonces, comencé a gritar  como una becerra, pero a gritar sin poder parar de hacerlo, como si en aquel momento me estuviera llegando el mejor orgasmo de mi vida, pero imbuído de un terror maligno que no me dejaba parar. Los que estaban en la parte de arriba del barco se asomaban para comprobar de dónde venían los gritos y otro pasajero se cayó de culo y se dio contra el suelo. Mi becerra interior no paraba de gritar y yo no tenía a mano nada con qué callarla, así que me acordé de un libro que había leído, “El Efecto Mozart” y que decía que si entonabas la “a” en forma de canto, pues que te relajabas y perdías el miedo, y allí me ves a mí cantando aaaaaaaaaaaaaaaaa, como si cantara ópera y los pasajeros alucinando en colores y yo venga a entonar aaaaaaaaaaa hasta que se me pasó el miedo y me fui para el interior del barco. Dentro las cosas fueron de otra manera, me comí un helado con el Tomeu, el piloto, el que soltaba las amarras y la chica holandesa que había traído la nevera con las  viandas. Tomeu volvió otra vez con el tema de la pasión olvidada y yo perdí mi vergüenza y mi miedo en aquel paseo por las hermosas calas de Mallorca.


arrastrándome para llegar a la orilla


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