Celebrar la Navidad

Estoy atiborrada de medallones de rape, de ensaladas templadas, de amigos invisibles. Mi estómago es un árbol de Navidad lleno de celebraciones. El viernes con las socias, el sábado con la pandilla, el domingo con los negros del gospel.
Me preguntaron por él, ya que hace unos años me acompañó a una cena con la pandilla y yo les conté lo del belén que me montaba. En una ocasión vino a llevárselo de la cueva donde yo lo tenía custodiado. Se lo llevó para su casa porque nos habíamos enfadado y aquello parecía que se terminaba por culpa de las bebidas espirituosas, pero no era la última ocasión, así que me lo trajo otra vez para meterlo en la cueva a hibernar hasta otro año que saliera a lucirse, tal vez a concursar con las propuestas del cura de la parroquia. Montaba un belén precioso, con animalitos, fuentes de feng-shui, piedras del camino que rodaban y rodaban, Reyes Magos de pie y Reyes Magos cabalgando en los camellos. Un día vino a buscarlo con el ceño fruncido antes de irse para su encuentro con el fantasma de Anita Ekberg en la Fontana de Trevi, y de visitar los harenes de La Capadocia o de Estambul, ¡vete tú a saber! y ya no lo vi más, a pesar de que me prometió que volvería y que yo era la mujer que más había querido en su vida de Don Juan.
Mi amiga invisible me regaló una caja con forma de huevo y dentro un tanga de Papá Noel. Yo me puse las cáscaras de huevo en las tetas y el tanga en el cuello para empezar con unas risas. No hay duda de que el amor existe, me lo demuestran mis clientes varones a cada paso: uno de ellos aparcó en plena acera para comprarle un “rasca” a su esposa. Nunca me habían comprado de esa forma, aparcando en la acera a pesar de la multa, porque llovía a cántaros y el viento parecía que iba a tirarme el kiosko, pero la voluntad de aquel hombre por adquirir el “rasca” para su amada me conmovió. Otro de ochenta años largos me cuenta cómo le gusta ver a su mujer desnudarse por la noche y que eso le llena de deseo, le gustan sus carnes conocidas, le resulta sensual el gesto de ella colocando su ropa en la silla antes de meterse en la cama.
Su cuñado Pepe era tan “picaflor” como él, pero fue capaz de ponerle a su casa el nombre de “Ojos de Gata”, que así decía que los tenía su última mujer. Suena la canción de Sabina: “Y nos dieron las diez, las once y la una y las dos y despiertos hasta el amanecer nos encontró la luna...”, yo con un hombre así me derrito, ¡ay, no sé quién me gusta más, si Pepe o Sabina, porque la idea de los “Ojos de Gata” es de Sabina, pero eso de poner una casa a nombre de tus ojos, me derrito, vaya!

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