De mi diario


Soy una mujer de 27 años, acabo de cumplirlos, y sé muy pocas cosas seguras de esta vida. Sé que me gustan los zapatos blandos. esos que no hacen ruido y con los que las gentes parecen gatos al caminar. Yo tengo unas botas así. Y dentro llevan una piel de borreguito, que me abriga y mitiga aún más mi andar silencioso. También tengo claro que me gustan los spaguetis y los libros; las demás cosas también me gustan, pero no estoy muy segura de ellas.
Soy muy vaga, soy una de las mujeres más vagas que hay en cien kilómetros a la redonda y siempre sueño con que voy a escribir montones de cosas que luego nunca escribo y que se van almacenando en mí como en un pozo con mucho fondo (tal vez tengo vocación de buceadora encubierta o de personaje profundo) al que no se le ve su cristalina transparencia (sé que esto es una simbólica redundancia, pero no puedo ponerme ahora a analizarla), sino su fondo oscuro.
Cuando tenía ocho o nueve años quería tener un hermoso cuaderno y escribir en él todo lo que pensaba y todo lo que se me ocurría. En mi ambición -mal proyectada- entraba la belleza del cuaderno y no lo que debía escribir, así que mi vagancia y mi mala proyección no me dejaron ponerme a escribir hasta ahora -casi veinte años después- porque pensaba en hojas de color amarillo y pastas de piel que encerrarían mis secretos. Para mí era más importante el tacto, la textura del papel y su propio envoltorio que lo que pensaba y me limitaba a encerrarme en el baño de mi casa y a inventar diálogos y canciones delante de un espejo. Allí me pintaba, me disfrazaba y era todos personajes del mundo que me daba la gana. Por eso, ahora que encontré el cuaderno ideal, quiero reconciliarme con aquella niña contestona, rebelde y vaga que siempre me está reprochando lo del pozo de aguas cristalinas. Y por cierto, en la casa de mis abuelos paternos siempre hubo uno, que ahora está seco, a donde yo me asomaba con delicia, preguntándome qué había en su interior además de agua.
Últimamente, tal vez con obsesión, con cariño o con admiración desmesurada, leo a las mujeres. Y hay dos que me han realmente subyugado: Simone de Beauvoir y Anais Nin. En las dos he admirado su capacidad para relatar su vida, su entrega e inteligencia hacia la verdadera literatura. Esa literatura que no es de aficionados como la mía y que constituye un sacrificio, un estudio y una dedicación sacrificada, como todo aquello que busca la prefección y el “savoir faire”. Tal vez trate de imitarlas, tal vez esté muy influída por sus palabras, pero en el caso de Anais fue una gran ayuda para ella el conocerse más a través de lo que escribía en la intimidad, en la oscuridad, aunque luego fuese revelado. Es como una masturbación interior que sólo tú gozas, de la que nadie es partícipe, pero en la que a la vez introduces todo el mundo que te rodea para estimularte, apara llegar al fondo.
No sé si tendré vocación literaria, en el caso de estas dos mujeres es harto evidente su vocación y entrega a la literatura, pero sí he desarrollado algo que los escritores practican con asiduidad: escribir cartas, y las personas que las reciben, en su mayoría, sienten cosas especiales o me dicen que les ayudo a tener un momento mágico, me animan para que escriba cuentos u otras cosas. Yo pienso que tengo imaginación, pero necesitaría el empuje de alguien que yo considerara realmente apto para la literatura, aunque no dudo de la capacidad de esas personas para entender sobre la cuestión, tal vez sea cuestión de que no quiero emprender la tarea.
Mi primera frustración como escritora ocurrió a los catorce años, cuando escribí una novela, más bien novelón-cuentón, que prácticamente plagiaba a Corín Tellado. En aquel tiempo yo la admiraba muchísimo y me sorprendía cómo podía ella construír aquellas almas tan apasionadamente enamoradas, tan asombrosamente ricas, bellas, inteligentes y con tanta personalidad. Bien, pues escribí aquel panfleto para una compañera de habitación en el hospital donde estábamos ingresadas. La historia trataba de la vida que ella llevaba con su novio; ella tenía dieciséis años y me contaba que su novio nunca la había besado y a través de ese argumento yo tiré “pa alante” con mi plagio. Ella me traicionó, me había prometido no enseñárselo a él ni a nadie, y cuando llegó de visita se lo mostró toda orgullosa. A su vez el novio se lo enseñó a su futura suegra y delante de mis narices los papelitos fueron convirtiéndose en papelitos más pequeños hasta caer en una papelera grandota donde cayeron también todas mis ilusiones.
Y ahora quiero ayudarme con mis propias palabras y recordar tiempos malos y buenos, tiempos inolvidables que serán tan simples como la vida de los demás, pero a los que trataré de ver como algo extraordinario, puesto que nadie vivió mi mundo y tal vez parezca hermoso a los ojos de los demás, y tal vez sea más hermoso con la pincelada de los recuerdos, aunque sean vagos y más soñados que antaño, más vividos ahora con alegría y benevolencia. Quiero recuperar  mi cuaderno de hojas amarillas y de pastas lujosas, aquella niña que se sentía siempre despojada y rechazada por culpa de su condición física, aquella niña que reía o lloraba demasiado, tal vez buscando protagonismo, tal vez queriendo demostrar que podía ser importante o dar amistad o dar consuelo..
Tengo miedo extenderme demasiado, no saber comprimir, resumir, sintetizar. Temo que se me atraganten las palabras y que yo las escriba agolpadas.
Me asustan la mediocridad y lo vacío...

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