El minero

Era moreno, con la tez muy blanca y su barbilla sobresalía un poco del contexto de su cara (en asturiano decimos que tiene "cazu"), hacia adelante. Los ojos los llevaba siempre pintados de una forma natural, porque los pintaba el polvillo que desprende el carbón cuando lo picaba. La belleza de sus ojos es inferior en las fotografías que conservo de él. Para mí tenían un brillo extraordinario que no me cansaba de admirar. Este brillo no luce en las fotografías y siempre está escondido entre los recuerdos de mi corazón. La primera vez que me besó yo temblé como una hoja azotada por el viento y por el frío. El siempre se reía de mí cuando recordaba aquel día. Solía decirme con un aire de autosuficiencia y de victoria sobre su víctima más codiciada:
-¡Cómo temblabas la primera vez que nos besamos!
Como todo buen principio en la fase de enamoramiento, yo tenía idealizada su profesión: me imaginaba hermosas frases confeccionadas entre el ruido de un autobús, a la orilla del mar, o entre las paredes de mi casa, acariciadas por las hojas de los árboles que me rodeaban:
-Amo tus ojos enlutados por el carbón, yo soy la luz que va hacia ti después que tú recorres ese profundo túnel oscuro y secreto, el aire puro de mi amor no dejará que pase la silicosis a tus pulmones.
Nunca se las repetía, sólo soñaba que se las decía, temía su risa irónica, su escepticismo maldito.
El siempre alababa mi sensibilidad y mi nobleza, decía que yo debía endurecerme, porque la vida era muy diferente a lo que hablaban mis poesías, las poesías que yo leía. También me pedía que yo le explicara algunas de ellas, pues pensaba que en esa materia se encontraba muy incapacitado para su comprensión. Lo que no podía imaginarse es que mi sensibilidad y mi nobleza habrían de traicionarle conducidas por el sufrimiento que él mismo me provocó.
En algunas ocasiones me hablaba de su aspecto vestido para trabajar, recién salido del pozo, con la cara y las manos negras, con la tristeza extendida por su piel, y solía comentarlo en plural, como si se trataba de que lo amaba un ejército de jovencitas:
-Cuando me veis recién salido de la mina (tierra), entonces, si el amor cubría un ochenta por ciento, en ese momento asciende al cien por cien o más todavía.
Aseguraba con aquel orgullo y aquella seguridad que los dos poseíamos en competencia y que mató nuestro amor y nuestra amistad.
Un día subimos mis dos amigas rubias y yo a la mina. Tomamos un autobús y caminamos unos pasos hasta llegar al lugar siniestro. Todos los mineros que encontrábamos no paraban de mirarnos como piezas de un museo, ¡tres mujeres al pie de una mina! No lográbamos divisarle por ninguna parte y cuando todos estaban ya metidos en la sala de duchas y habíamos perdido nuestras esperanzas, apareció él con su cara negra y sus bellos ojos llenos de pena, mirándonos como desde muy abajo, desde esa profundidad de la tierra, ese silencio de cueva enterrada, de luto amargo. Era cierto lo de ese porcentaje; después de haberme imaginado la poesía de la mina, ahora estaba tocando su tierra y su olor.
Yo tenía veinticuatro años...

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