Historia del suicida

Un hombre triste y apesadumbrado está solo en su habitación. Por la ventana se ven las estrellas. Brillan, es de noche y el silencio lo atormenta aún más. Acaba de llegar del casino, donde apostó lo último que le quedaba de sus pertenencias materiales. No sabe cómo justificar este mal paso dado, esta manera compulsiva de mover fichas en aquella maldita ruleta. Su vida y la de su familia está destrozada, rota para siempre. Su mujer y sus hijos -ajenos a esta doble tragedia- están en el campo pasando unos días y no saben la sorpresa que les espera cuando lleguen a la casa. Su vida no tiene sentido, porque no sabe cómo enfrentarse a su irresponsabilidad, así que decide tirarse por el balcón del ático, donde guarda tantos momentos agradables: cenas con su mujer a la luz de la luna, comidas con la familia cuando ya llegaba el buen tiempo, las plantas que regaba cada noche para mantener un pequeño jardín secreto en plena urbe. Era muy grave la fechoría que había cometido: derrochar el patrimonio familiar y liarse con una mujer treinta años más joven que él. Hace relativamente poco tiempo su mujer y él eran como hermanos siameses, siempre juntos para todo, para ir a todos los lugares, para emprender todo lo nuevo y ahora estaba prendido de otros brazos. Su mujer lo acompañaba a veces al casino y siempre le decía que él apostaba con verdadero arte, la gente se quedaba mirando las maneras que él adoptaba moviendo las fichas. Un día dejó de acompañarlo, cuando perdieron la primera fábrica y no podían pagar a los obreros. Entonces empezó a dejarse acompañar por la jovencita. Ella lo miraba con la admiración que había perdido de su mujer y estaba llena de vida, era como un hada y la otra era una bruja, y era vieja -como si él no fuera viejo- y se lo decía continuamente para herirla porque ya no era cómplice de sus desatinos, y paseaba con su coche rojo descapotable delante de ella acompañado de la otra. Su mujer le dijo que un día se le iba a terminar todo y que ella iba a decirle: ¡jodete! cuando lo viera arruinado y triste arrastrarse hacia ella como una culebra herida.
Ahora llegaba el momento. Decidió acabar con su vida de una vez por todas. Y no esperó más, se tiró por el balcón y mientras caía sus ojos se abrían como platos, sorprendidos por lo que la vida de su vecindario le estaba mostrando, como un escenario de un teatro y los personajes iban desfilando aferrándose a su corazón triste, a su desesperanza.
En la ventana del tercer piso vio a una niña de unos diez años, postrada en la cama, rodeada de libros y con dos gatos que la acompañaban. La niña los miraba con ternura y de vez en cuando destacaba su avidez por leer los libros, por alimentarse de aquella sabiduría que venía desde países lejanos, reflejada en cuentos imaginarios que la llevaban de su cama de enferma a paraísos perdidos donde ella no sentía ningún dolor, ni en el alma, ni en el cuerpo. La cara de la niña expresaba esperanza y una gran ilusión por curarse a pesar de lo grave de su dolencia, y los gatos eran como fieles guardianes que le daban su calor a través de un continuo ronroneo cantarín.
El triste suicida no podía dar crédito a lo que vieron sus ojos cuando descendía por el segundo piso de su edificio camino de la muerte. Era un anciano de unos noventa años que estaba leyendo "La Divina Comedia" de Dante. La gozosa expresión de su cara era la misma que la de la niña, era una expresión de avidez por saber algo nuevo, por alimentarse de las preguntas eternas: ¿Quién soy?, ¿A dónde voy?, ¿De dónde vengo?. Las arrugas y el tiempo no se las habían contestado, en su rostro palpitaba aún la inquietud por saber lo último de los descubrimientos, por encontrar el secreto de la felicidad, por alimentarse de la llama de un amor eterno como el que sentía Dante por su amada.
La desesperación de este hombre no tenía consuelo, cada vez iba más abajo, ya no sabía si estaba más cerca del suelo o del infierno. Se acercaba al primer piso y allí estaba una mujer joven, de unos treinta y tantos años, rodeada de libros por doquier, rodeada de papeles, con un ordenador, bolígrafos, reglas, calculadoras. Buscando con hambre de saber, investigando, encontrando soluciones a problemas, arreglando conflictos, escudriñando en saberes, aportando datos, preguntando porqués incesantes para llegar a conclusiones. Una mujer entusiasmada con su trabajo, una hormiguita de laboratorio, ansiosa de saber, loca por gritar ¡eureka!, un alma con inquietudes de aportar un beneficio a la humanidad.
El pobre hombre viendo su manera de perder el tiempo hasta ahora pensó que lo mejor que podía hacer por su familia y por la humanidad era morirse, tal vez eso haría libres a sus seres queridos para hacer mejores cosas que estar a su lado...

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